Robinson by Ilia Mayer

Un amasijo indescifrable de función de onda, un paquete de datos singularísimo, había llegado al mismo tiempo a todos los radiotelescopios de la Tierra. La comunidad científica internacional no salía de su asombro: ¿quién llamaba a la puerta y que quería decirnos? Tuvieron que pasar meses de investigaciones simultáneas desde todos los rincones del planeta -miles de horas de discernir, de colaborar, de desencriptar- para poder hacer la primera afirmación categórica: se trataba de dos tipos de información, unos archivos de audio y una imagen muy pixelada. Tras descartar rápidamente que no se tratara de ninguna aproximación táctica ni peligrosa -no había rastro de animadversión, de agresividad, ni, en fin, de mucha inteligencia-, un comité de expertos en lingüística, tratamiento de sonido e imagen, astronomía, física cuántica, electrónica, neurocognición- se arremangó para sacar algo en claro: quién era el androide -o humanoide- que aparecía en la imagen? ¿Era el autor de los sonidos grabados? ¿Qué le pasaba? Algunos decían que era una forma de vida basada en el silicio, otros que era una criatura híbrida con el cerebro hecho de cristal y cableado de una tecnología impensable para nosotros. Había quien decía que era las migajas de una civilización mucho más avanzada, un vestigio oxidado con el aparato fonador hecho polvo -la voz que se oía en los audios era metálica, distorsionada y ronca- y que cantaba porque en las manos solo tenía dos dedos y no podía tocar ningún instrumento. ¿Un robot doméstico con ínfulas líricas? A través de un análisis espectrográfico exhaustivo, los antropólogos de formas de vida extraterrestre concluyeron que se trataba de un ser solitario atrapado en una especie de cueva hacía mucho tiempo - ¿alguna catástrofe le había confinado? -, a la deriva por el espacio y condenado al olvido más definitivo, que cantaba para no dejar morir el amor que aún le calentaba las entrañas cibernéticas, como una luciérnaga robótica en la frialdad infinita del cosmos que todavía quiere sorprender y alegrar el corazón del niño pequeño que se la encuentre, jugando una tarde de verano, entre matorrales.

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